Sumerjámonos en la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

“Tomen Mis lágrimas antes del inicio de estos días fuertes… Sepan que la Pasión que sufrí en Cuerpo y Alma, fue imán para la humanidad, para que, al abismarse en Mi Pasión, desaparecieran todas las culpas de los hombres.

Debido a esto, es que en la tierra hay una lucha permanente invisible a los ojos humanos, pero real. Lucha entre Mis sufrimientos que salvan y las pasiones de los hombres, que ensucian y los llevan a condenarse. Así están sumergidos en una permanente lucha entre el bien y el mal. El bien totalmente centrado en Mis Penas y el mal, centrado en sus penas, cuando las sufren inútilmente y aún más, con daño a ustedes mismos” (He dado Mi Vida por ti, págs. 17 y 18).

En estos días, acompañaremos a Jesús en Su Camino a Jerusalén, para enfrentarse a Su Dolorosa Pasión. El Señor quiere iluminar nuestra vida a través de la meditación de estos días santos, contemplando las dos naturalezas de Jesús: Humana y Divina. Es necesario que esta certeza, de que Dios es verdadero Dios y verdadero Hombre, nos acompañe para poder comprender todo lo que el Señor vivirá durante Su Pasión.

Jesús es el Hombre-Dios que llora por la muerte de su querido amigo Lázaro. Y nos preguntamos, casi con toda seguridad: ¿por qué llora, el Señor? Siendo Dios, Sabía que iba a resucitar…

¡Claro está! Pero con esto nos enseña que Él vive el presente con intensidad. Con la cercanía de un Dios que, siendo hombre, se compadece y se entristece del dolor de la humanidad.

Él sabe del sufrimiento tan grande que han padecido Marta y María y no se hace insensible. Es por eso que este testimonio de Jesús, como tantos otros en el transcurso de su vida pública, nos permite verlo como el Dios que comprende, que siente y acompaña.

¡Dios es un Dios que llora…! Llora ante nuestros dolores, ante los sufrimientos y muerte de las personas que amamos. Llora al ver el sufrimiento de los más vulnerables, de los enfermos, de los maltratados, de los que se encuentran abandonados…

Llora por los moribundos que extienden sus manos para recibir misericordia y acompañamiento de los que los rodean, y solo encuentran soledad. Llora de la injusticia del mundo y del pecado de la humanidad, que clama la justicia de Dios.

Jesús llora ante las dificultades que enfrentamos y que nos hacen sufrir. Ante esto, Dios muestra su corazón de hombre y sus sentimientos de Dios. Llora y sufre con nosotros porque nos ama inmensa e incomprensiblemente.

Dios es el Dios de la historia, como hemos ya mencionado varias veces, pero también es el Dios de los imposibles. Es el Dios que es capaz de resucitar a los muertos (y no solamente del cuerpo, sino del alma), dar vista a los ciegos, dar habilidad para caminar a los que se encuentran paralíticos. Dios es capaz de lograr cualquier cosa, por más imposible que ésta parezca, y esto es una situación que nunca debería de dejar de sorprendernos. ¡Sorprendernos y alegrarnos: darnos paz!

Jesús tiene sed de nosotros. Ha querido necesitar al hombre (y decimos ha querido, porque en realidad no necesita de nadie, ya que Él se basta a Sí Mismo)… pero ha querido necesitar al hombre para que le ayude dentro de la historia de la Salvación.

Jesús es Misericordia. Dios nunca abandona a los que ama y se fían de Él. Las lágrimas de Jesús nos enseñan a tener compasión por los demás, a llorar con el que sufre, y a sentir dolor y compasión, comprendiendo y compartiendo con el hermano abatido.

El llanto de Jesús es el antídoto contra mi indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Es lo que nos enseña a sentir como propias, las penas de los demás. Es lo que nos motiva a entrar y participar en la vida del otro, especialmente de aquellos que viven las situaciones más dolorosas y difíciles…

Vienen a nuestra memoria, como un tristísimo ejemplo, aquellos hermanos que durante la pandemia perdieron seres queridos, y no han podido despedirse de ellos, y ni siquiera reclamar los cuerpos, para poder depositarlos en los lugares santos, y así tener a donde ir a llorarles y encontrar consuelo.

El dolor de Jesús, así como el testimonio de su llanto, no puede pasarse por alto sin provocar una respuesta de parte de las personas que creen en Él. Así como Dios es Misericordia, nosotros estamos llamados a ser misericordiosos; así como Dios Consuela, estamos llamados a consolar. Así como Jesús extiende Su Mano a los hermanos que sufren, así nosotros estamos llamados a extender las nuestras para levantar y ayudar a los hermanos en dificultad y dolor, especialmente en situaciones en las que son muchos los que sufren.

Como nos dice San Pablo, que el mal se vence a fuerza de bien, a ejemplo de Jesús, tomando los méritos de Su Pasión que lava, salva y vivifica, venzamos al mal trabajando por el bien común, poniéndonos en los zapatos de nuestros hermanos y siendo empáticos y solidarios con las personas que menos tienen y más sufrimientos padecen.

Es muy importante tener siempre presente que, como dice San Juan, nadie puede decir que ama a Dios que no ve, si primero no es compasivo y misericordioso con el hermano quien sí ve. (Cfr. 1Jn 4,21)

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